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La respuesta al botellón y otros desatinos

La foto la hice en Santillana del Mar el 23 de agosto de 2021.

Ser joven es complejo. Probablemente lo ha sido siempre. Lo es ahora cuando, a las contradicciones habituales, vienen a sumársele un sinfín de dificultades propias de los tiempos. Ya hace décadas que se señala la incertidumbre como una de las características de esta época de transición (¿hacia dónde?), con su inevitable correlato de desasosiego, de desconcierto, de malestar que, sin ser ni mucho menos exclusivos de la gente joven, revisten en esta etapa evolutiva un perfil singular:

  • estudios que se prolongan sine die porque nunca es suficiente para competir con posibilidades;
  • acceso al mundo laboral en condiciones de precariedad a las que, tristemente, como sociedad nos hemos habituado;
  • una brecha generacional considerable, acompañada de un creciente debilitamiento de vínculos institucionales:
  • precios de la vivienda que hacen impensable toda tentativa de emancipación que no sea grupal, retrotrayéndonos a los tiempos en que muchas personas se veían en la necesidad de alquilar «habitación con derecho a cocina»;
  • y, por si fuera poco, están heredando un  mundo que parece empezar a hacer aguas por todas las esquinas: en lo económico, en lo social, en lo político, en lo medioambiental…

Observando la situación desde fuera, da la impresión de que hay muchos motivos para el enfado, el desaire, el desenganche. Muchas promesas quedaron en agua de borrajas tras la acumulación de títulos, y a no pocas personas apenas les queda la esperanza de que, al tratarse de una generación menguada en número, la inminente y masiva jubilación de la generación boomer les acabe dando una oportunidad.

Y en esto llegó la pandemia, y a quien más o a quien menos, joven o mayor, nos pilló a contrapié. Y hubo confinamiento y desobediencia; y solidaridad y apatía; y confianza y miedo; y ciencia e intereses. Y cada cual respondió como buenamente pudo. Y en este contexto medio delirante, tras meses y meses de restricciones, la práctica del botellón fue rampando hasta llegar un momento en que no hubo pueblo o ciudad que se preciara que no tuviera su convocatoria. Y arreciaron las críticas y las descalificaciones sobre un colectivo que no parecía desear otra cosa en la vida que pasarlo bien (¡menudo reproche!), puro carpe diem. Y que era insolidario, carecía de empatía y no sé cuántas lindezas más. Y se olvidó, entre otras cosas:

  • que el botellón lo inventaron los padres y las madres de la generación joven actual, que lo ha recibido en herencia;
  • que por aparatosas que resulten estas concentraciones masivas, están a años luz de ser mayoritarias, habiendo un buen porcentaje de jóvenes que, simplemente, está a otras, pero que permanecen en gran medida bajo una capa de invisibilidad mediática;
  • que poco antes de la hora del botellón, miles y miles de personas adultas hacen lo propio en esa infraestructura urbana que hemos llamado terrazas, saltándose no pocas veces las normas «a la torera»;
  • que la censura social, por comprensible que sea, favorece los sentimientos de pertenencia de una generación que tiene tantos motivos para el desencanto;
  • que la respuesta meramente policial es un método que ha probado su ineficacia para abordar fenómenos sociales de esta naturaleza;
  • que…

¿Quiere esto decir que todo  lo que ha hecho y sigue haciendo la gente joven es aceptable? De ninguna manera. ¿Qué por el hecho provisional de ser joven todo está permitido? Estoy lejos de creerlo.  Quiere decir solo, y creo que no es poco, que los fenómenos sociales de este tipo, sobre todo en contextos insólitos como el que hemos vivido, hay que intentar entenderlos, descodificarlos, reconocer sus múltiples significados. Y, preferiblemente, bebiendo de las fuentes. Escuchar qué están diciendo tantas personas cuando participan en botellones. Y a partir de una visión cabal, necesariamente poliédrica e incompleta, que no se deba solo al malhumor adulto y la consiguiente necesidad de buscar chivos expiatorios, reconocer que quizás sea necesario un abordaje diferente del fenómeno, no meramente policial. Y contar, si se quieren resultados positivos, con quienes lo protagonizan.

Claro que también podemos seguir jugando al gato y al ratón.