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El presente como espejismo ante un futuro inquietante

La foto la hice en Bilbao el 15 de octubre de 2022
La foto la hice en Bilbao el 15 de octubre de 2022

El cambio climático ha aterrizado en el barrio. Ya no es un concepto abstracto —algo que puede llevar a muchos debates con tus hijos o con tus padres—, sino que interfiere cada día más en la rutina de tu vida diaria.

Juan Fueyo | Blues para un planeta azul

No hace falta ser muy pesimista para reconocer que la humanidad no atraviesa por su mejor momento. Los ha habido peores, como atestigua la sangrante crueldad del siglo XX, pero quién sabe si, al paso que vamos, no seremos capaces de superarlos. Vivimos situaciones que la mayoría no imaginábamos posibles hace no mucho tiempo. Pura distopía que, de tanto repetirse, nos acabará insensibilizando, aunque solo sea como mecanismo de defensa. Claro está que este es un relato hecho desde el Norte global. Millones de personas podrían mostrar que su vida siempre ha respondido a situaciones que para quienes habitamos esta parte privilegiada del mundo serían insoportables.

El caso es que vamos hilvanando crisis que parecen venidas para quedarse. Vivimos una situación de crisis económica que, con diversos énfasis, va haciéndose perpetua, con su correlato de incremento de la pobreza (invisible, al decir de algún «cráneo privilegiado») y su transmisión intergeneracional, que deja al descubierto las miserias de un estado del bienestar nunca suficiente.

Arrastramos una pandemia que ya hemos metabolizado a pesar de su resistencia a ceder, si alguna vez lo hace, a la espera de la próxima zoonosis. Vivimos también una duradera e imprevisible guerra en los límites de Europa que sacude el imaginario social con dosis de crueldad que nos retrotraen a tiempos que creíamos superados. Algo que solo veiamos en el cine o, más próximamente, en la guerra de los Balcanes de hace ya 30 años. Una guerra, la actual, como todas, a imagen y semejanza de los más sociópatas, que amenaza con llevar la venganza a sus últimas consecuencias. Dicho sea de paso, en el mundo hace décadas que se eternizan conflictos enconados, pero es que ahora lo vemos más cerca y, sobre todo, con más potencial destructivo.

Una crisis de salud mental que viene a confirmar, por si hiciera falta aún, el impacto de las condiciones de vida en el bienestar emocional. Una crisis energética que amenaza con acabar con nuestro acomodado estilo de vida (en el fondo, no sé si nos creemos mucho que en el «jardín» europeo -Borrell dixit- podamos pasar de nuevo frío, hambre y quién sabe qué otras calamidades). Una crisis alimentaria que ya se venía fraguando, y que es endémica en no pocos países.

Y, de manera especial, una emergencia climática que, en buena medida, continúa negándose, como si se tratara de un leve desajuste que alguna tecnología a punto de descubrirse pudiera resolver. No se niega la evidencia (bueno, también), pero se confía en encontrar a tiempo la tecnología salvadora que nos ahorre sufrimiento. Entre tanto, nos entretenemos con disquisiciones metafísicas sobre colapso sí o colapso no, galgos o podencos, mientras la parrilla sigue al rojo vivo, con su impacto sobre la salud, especialmente intenso en continentes como África que menos han contribuido al cambio climático. Un impacto sobre el que la revista The Lancet publicó el 25 de octubre el informe Health at the mercy of fossil fuels, que señala lo siguiente: «The health harms of extreme heat exposure are rising, affecting mental health, undermining the capacity to work and exercise, and resulting in annual heat-related deaths in people older than 65 years increasing by 68% from 2000–04 to 2017–21». Sin olvidar el impacto sobre la infancia, tal y como lo muestra el informe Generation Hope elaborado por Save the children.

En fin, que juntamos en la batidora la guerra, la crisis energética, la emergencia climática, la inseguridad alimentaria, la crisis económica, la pandemia y la crisis de salud mental, y el cuadro resultante no es precisamente halagüeño. Además, no son crisis que se limiten a yuxtaponerse, sino que interactúan entre sí, estableciendo sinergias de desenlace imprevisible (o no tanto). Por el momento, las salidas pasan por negar la mayor, disfrutar de la vida como si, en efecto, no hubiera un mañana, y dejarse abducir por los cantos de sirena del narcisismo digital. Pero, como escribe Yayo Herrero en Educar para la sostenibilidad de la vida, «estamos en la era de las consecuencias».

Afortunadamente, se escuchan cada vez más voces que, sin estar necesariamente de acuerdo en todo, contribuyen a establecer un marco que permite el cuestionamiento de esta realidad tan desalentadora. Movimientos sociales de diverso cuño que se niegan a seguir actuando como si no pasara nada y pudiéramos seguir impasibles, cada cual en su negociado (pura huida hacia delante). La posmodernidad habrá certificado la famosa defunción de los grandes relatos, pero surgen un sinfín de narrativas que quizás, y solo quizás, pueden tener capacidad movilizadora. Más vale. Porque, entre tanto, por centrarnos en lo más decisivo, los gases que provocan el efecto invernadero alcanzan niveles máximos, según el último informe de la Organización Meteorológica Mundial, a la vez que el PNUMA alerta sobre el riesgo de que la subida real de la temperatura supere ampliamente los 1,5º C establecidos en el Acuerdo de París como límite, ante el incumplimiento de los compromisos contraídos por los países en la pasada Cumbre de Glasgow (COP26). Realidad ante la que ONU Cambio Climático reclama en su último informe la necesidad de acciones más ambiciosas. Cambios estructurales que no sé si estamos por la labor de acometer, pudiéndole echar la culpa a las personas y su negligencia.

Esa tendencia a echar sobre los hombros de cada individuo la responsabilidad de la crisis global no solo es injusta, sino que sirve para que desde las instituciones se siga sin hacer demasiado.

Salud planetaria | Fernando Valladares, Xiomara Cantera y Adrián Escudero