La imperfección busca la perfección. En cambio, la perfección en sí misma es estéril.
Rafael Argullol | Visión desde el fondo del mar
Hace algunas décadas, el Gobierno vasco se descolgó con una campaña de promoción de la calidad cuyo pretencioso eslogan rezaba ni más ni menos que así: Euskadi huts akats – Euskadi cero defectos. Pura ficción, como no podía ser de otra manera.
Más allá del cuento de la calidad, que quien más quien menos reconoce que se trata, aparte de lo obvio, de un puro sacaperras, la imperfección representa mejor la capacidad humana de actuación que cualquier vana apelación a la perfección.
La perfección, en caso de ser viable, sería gélida, aséptica, impostada. La imperfección, por contra, con su correlato inevitable de desorden, resulta más propiamente humana. Más científica, podría decirse, en el sentido literal por el que la ciencia funciona: ensayo y error, mostrando con humildad sus evidencias hasta que nuevos hallazgos las invalidan en un proceso inagotable de obsolescencia.
La imperfección como punto de partida y escala transitoria hacia una realidad más compleja, más integradora, pero igualmente sometida a radical cuestionamiento, a previsibles enmiendas más o menos parciales.
Viene esto a cuento del impulso que se está pretendiendo dar en los últimos años a los llamados estándares de calidad en prevención del abuso de drogas, tanto a escala europea como a nivel más global. Una estrategia necesaria, un marco lógico, puro sentido común, que quizás ayude a «perfeccionar» la prevención dejando definitivamente atrás la era del «casi-todo-vale». Pero que también corre el riesgo de burocratizarla, estrangulando, de paso, la creatividad imprescindible en esta materia: en el diseño de programas, en la comunicación con sus interlocutores, en su adaptación a los ritmos irrepetibles de cada realidad local, difícilmente estandarizable…
Como siempre, una cuestión de equilibrio.