¡Mírate al espejo, hombre!

La foto la hice en Bilbao el 24 de diciembre de 2016

La virilidad tradicional es una maquinaria tan mutiladora como lo es la asignación a la feminidad. Virginie Despentes | Teoría King Kong

Prevenir la violencia de género requiere un cambio cultural que, entre otras cosas, deconstruya el modelo imperante de masculinidad.

Ser hombre es un privilegio

Significa que has venido al mundo en la parte buena de la vida, lo que te va a permitir, casi seguro, vivir un montón de décadas sin limpiar ni una sola vez la taza del váter, por ejemplo. Puedes incluso llegar a pensar que se limpia solo. ¿Pura anécdota? Micromachismo 100 %. Pero no nos engañemos, el prefijo micro no significa en este caso diminuto, insignificante. Significa imperceptible. Pero no por su pequeñez, sino por lo que se conoce como ceguera de género, una mirada en túnel que distorsiona la visión de la realidad hasta hacerla más cómoda, más asumible. El concepto disonancia cognitiva es aquí bien aplicable. Hacemos como que no vemos aquello que nos incomoda. Es solo un ejemplo. Podríamos hablar de salarios, de poder, de oportunidades, de techos de cristal… El telón de fondo de la violencia de género. Porque, psicópatas aparte, uno no se levanta una mañana y vuelca sobre su pareja su agresividad. Existe un trasfondo cultural que hace posible que la inequidad se mantenga, con todos sus atropellos, de los que la violencia física es «solo» el exponente más desgarrador.

Ser hombre es una maldición

Significa que la cultura en la que nacemos da por buenos, por «normales», unos determinados comportamientos, como si fueran resultado de un despliegue genético irrefrenable. Pero poco tiene aquí que ver la genética. Uno nace en un entorno social, cultural, político, plagado de prejuicios, estereotipos y sobreentendidos que se heredan culturalmente:  los hombres no lloramos, somos el súmum dela racionalidad, emprendedores, ejecutivos, agresivos… Como si la (pre)historia de la humanidad se hubiera quedado fosilizada en nuestro cerebro reptil. Y, claro, luego pasa lo que pasa. Por ejemplo, que vivimos bastante desconectados de nuestra vida emocional, que no aprendemos a reconocer, a nombrar, a comprender, a expresar. Una mutilación de la que solo cabe esperar malestar, padecimiento, extrañamiento… Las expectativas culturales que nos atraviesan (llamémoslas por su nombre: mandatos de género, pura construcción social) nos ponen en un pedestal que nos provoca, en ocasiones, un vértigo que ni siquiera podemos reconocer, porque hacerlo sería de nenazas. De esto ya escribí algo en el post Los hombres que no lloraban, en el blog de Doce miradas.

Dejar de ser hombre

Hay otras formas de masculinidad. La vigente, afortunadamente cada vez más cuestionada, no está grabada a fuego en nuestra naturaleza. Es solo una, la más cómoda y a la vez frustrante e injusta, de las posibles. Hay otras, que pasan por mirarse al espejo con ojos críticos, con dejarse cuestionar por las personas queridas y por ir introduciendo cambios en la propia vida. Por desatender chistecitos machistas en el guasap, por empezar a hablar de emociones y sentimientos, por cuestionar privilegios, por no alimentar micromachismos, por reivindicar la igualdad en todoslos ámbitos de la vida… A esto lo llamamos feminismo, que no es lo contrario del machismo, por más que haya quien se empeñe, sino sinónimo de apuesta por la igualdad.

Aquí dejo, para terminar, unos de los spots de la campaña argentina   «Cambia el trato», que estos últimos días se ha viralizado.

Dejo también la canción Nos ocupamos del mar, cantada originalmente por La Mandrágora y versionada ahora por Fito y los Fitipaldis, que me parece buena banda sonora para este post.