Pantallas, adicciones y (buena) educación

La imagen se titula "Pantallas" y pertenece a la galería de Olga Díez en Flickr
La imagen se titula «Pantallas» y pertenece a la galería de Olga Díez en Flickr

La época hipermoderna es contemporánea de una auténtica inflación de pantallas. Nunca hemos tenido tantas, no solo para ver el mundo, sino para vivir nuestra vida. Y todo indica que el fenómeno, arrastrado por las conquistas de las tecnologías high-tech, seguirá extendiéndose y acelerándose. Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. La pantalla global.

Toda conducta humana tiende a la hipérbole si se dan las circunstancias adecuadas. Lo cual no quiere decir que todo comportamiento sea potencialmente adictivo. El concepto «adicción» (que no me convence por su reduccionismo sanitarista que desatiende las variables de orden psicosocial) se aplica a tantas y tan variadas realidades, se usa para intentar dar cuenta de situaciones tan diferentes, que al final termina por no explicar nada, por convertirse en un significante vacío que oculta más de lo que muestra. Del workaholismo a la vigorexia, de la hipersexualidad a la compra compulsiva. Excesos, desmesuras, que pueden tener impacto en la vida de una persona, provocando tensiones (a sí misma y a su entorno) y llevándola a descuidar otras dedicaciones que antes consideraba más relevantes. Pero de ahí a hablar de adicción hay una voltereta conceptual que está lejos de ser evidente.

¿Pantallismo?

Viene este asunto de los excesos a cuenta del penúltimo hallazgo en el campo de las (mal) llamadas «conductas adictivas»: lo que genéricamente podríamos denominar adicción a las pantallas, sobre la que algo escribí en Tecnoadicciones y otras fantasías. La omnipresencia de las pantallas dibuja el perfil de la realidad en la que vivimos (hoy), dando lugar al homo pantalicus del que hablan Lipovetsky y Serroy en La pantalla global. Puede dar lugar a abusos. Como tantas otras conductas humanas. Pero sobre todo puede dar lugar a malentendidos generacionales. Basta con ver un centro educativo para verificarlo (aunque también en los de gente adulta…). Pantallas que no se apagan ni un solo momento, para desesperación de parte del profesorado, resignación de otra parte e intento de incorporarlas a la cotidianeidad educativa de una minoría. ¿Puede provocar desencuentros? Desde luego. ¿Puede afectar al rendimiento académico? Es probable. ¿Puede provocar adicción? Lo dudo, aunque en ocasiones pueda parecer un comportamiento extravagante. Sobre todo para las generaciones que hemos crecido en la sociedad analógica. A fin de cuentas, como escribe Carles Feixa en De la generación@ a la #generación – La juventud en la era digital, «desde que tienen uso de razón les han rodeado instrumentos electrónicos (de videojuegos a relojes digitales) que han configurado su visión de la vida y del mundo». 

Una cuestión de educación

Esto no quiere decir que no haya que educar a las nuevas generaciones para una relación más armónica con el universo de pantallas por el que navegan, que constituye sus vidas. Entre otras cosas para evitar conductas maleducadas que, por otra parte, también se dan entre personas adultas. En línea con las propuestas de Sherry Turkle en su útimo libro recientemente publicado en castellano, «En defensa de la conversación», cuando afirma que «nos perdemos conversaciones necesarias cuando dividimos nuestra atención entre la gente con la que estamos y el mundo de nuestros teléfonos». Sí, es probable que haya que llamar la atención sobre la generalización de cierta «mala educación». Pero adicción, lo que se dice adicción, ese es ya otro asunto. ¿Para qué mezclar conceptos? ¡Como si no hubiera palabras suficientes para nombrar realidades tan diversas!